Estuve reflexionando sobre la
conducta humana, y observando en cuan materialistas nos hemos convertido,
siendo muchas veces indiferentes ante el dolor ajeno. Leemos una noticia, escuchamos una historia,
la exclamación es “que mundo tan cruel” “Pobre”,
“Que situación tan lamentable” “Que Dios nos ampare de vivir eso”, luego
pasamos la página de inmediato, viendo con mucha “normalidad” y hasta
frialdad, lo que le pasa al otro, “mientras no
me pase a mí no pasa nada”, sin detenernos a meditar que las calamidades podemos vivirlas todos y
necesitamos de la solidaridad, aunque sea emocional.
Pensé en escribir sobre
indiferencia, empatía, indolencia, entre
algunos títulos, hasta que me encontré
un artículo en el Diario la Prensa de
Honduras de Róger Martínez Miralda, que retrata
claramente mi sentir sobre el tema. Aquí se los publico:
“Hace un par de semanas, el papa Francisco ha señalado que unos de los fenómenos que más afectaba a la cultura contemporánea es una especie de “globalización de la indiferencia”. La frase me impactó desde que la leí por primera vez y la he “rumiado” con frecuencia en los últimos días. El Papa ha estado haciéndonos ver que los seres humanos, creyentes o no, cristianos o no, no podemos vivir aislados; la convivencia humana, entre las personas y entre los países, exige sentir como propias las necesidades del otro, porque no podemos buscar exclusivamente el bienestar particular y olvidarnos del que carece de todo o de casi todo. Un acontecimiento reciente al que se ha estado refiriendo constantemente Francisco ha sido el naufragio de un barco que llevaba a Italia inmigrantes ilegales, en el que perdieron la vida varias docenas de personas. Evidentemente, la indiferencia no es una actitud que se manifiesta en asuntos solo materiales: también podemos vivir de espaldas al prójimo cuando no lo escuchamos, cuando no lo comprendemos, cuando actuamos como si solo nuestra manera de pensar es válida o cuando nos importan un comino los sentimientos de los demás. Por lo mismo, la “globalización de la indiferencia” comienza en casa. La estamos viviendo cuando ponemos “cara de paisaje” al discurso a veces monótono, es cierto, de la esposa o de los hijos, o cuando ante los normales conflictos familiares no tendemos puentes de diálogo sino que los evadimos o hacemos prevalecer nuestros puntos de vista a la fuerza y pretendemos anular la opinión de los demás. Hice hace tiempo una encuesta entre adolescentes, a los que pregunté qué era lo que más les molestaba de sus padres; resultó una lista como de ochenta quejas, pero la más repetida tenía que ver con la “sordera emocional” de sus progenitores, con su falta de sintonía, con la típica actitud de estar por encima y más allá de los problemas, las inquietudes y las dudas propias de la edad y, por lo tanto, así lo indicaban ellos, los padres perdíamos así la oportunidad de ser interlocutores válidos, empáticos ante nuestros hijos. La indiferencia amplía y profundiza brechas generacionales, económicas, educativas, sanitarias, culturales, etc. El detalle es que los que estamos a un lado u otro de esta brecha vivimos en las mismas ciudades, nos cruzamos en las mismas calles, respiramos el mismo aire. No podemos seguir pensando que es posible perpetuarla sin que haya consecuencias sociales a corto o mediano plazo. Pero no debe ser el miedo la razón para buscar cerrarla; la razón debe ser otra. Y la primera que se me ocurre es el reconocimiento de la dignidad del otro. Este es motivo suficiente para transitar de la indiferencia a la tan necesaria solidaridad. No veo otro camino.”
Muchas veces,
alguien te está conversando de algo importante para él y te das cuenta que no le prestaste
atención, ni al mínimo su situación, como dicen: “Oír sin escuchar”. Como cuando te la pasas bailando y cantando
una canción, y mucho tiempo después es que te das cuenta de la letra y el
mensaje.
Eso pasa,
porque mientras te quedes en tu globo personal, insensible ante el dolor ajeno,
serás incapaz de atender y menos
comprender situación de tu prójimo.
No se trata de usurpar un sufrimiento
que no nos pertenece, afectándonos tanto a nivel mental, emocional como
físico, pero tampoco llegar al extremo de ser indiferentes y sordos ante la trizteza ajena. Más bien, de escuchar, permitir sentir, acompañar
a la persona en su dolor y comprenderla, poniéndote en su lugar, pero sin
cargar su cruz, es decir, calzarte sus zapatos por un momento y experimentar lo
que se siente y devolverlos a la persona. Se trata de ser solidarios con el
prójimo, no de vivir su vida.
La empatía es la que nos convierte en arquitectos de nosotros mismos,
para salir del yo al tú, aceptarlo, amarle, desearle felicidad y
procurársela en lo posible. La empatía es la que hace posible
la socialización, porque ayuda al yo a humanizarse, a enriquecerse y a
lograr una convivencia mutuamente constructiva y gratificante con el
tú, y de ahí llegar al nosotros social de todos para todos
Bernabé
Tierno
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